jueves, 6 de noviembre de 2008

Sueños

El 152 corría por Paseo Colón. Yo iba sentada con la nariz metida entre las hojas de mi guía T, achicando los ojos para buscar entre la maraña de callecitas una con el nombre de cierto explorador. Los saltitos del bondi no me facilitaban el trabajo y ya me estaba empezando a marear, con lo cual decidí mirar por la ventanilla. En eso un escalofrío me recorrió la espalda. La bombonera, y de pronto, calles más finitas y casas mas petisas, colores mas colores y menos tonos de gris. Guarde la guía T en el bolsillo. Si tenía que perderme en la boca, que así fuera.
Bajé justo antes de llegar a la Terminal y, una vez acostumbrada al olor que emanaba el río, me dedique a pasear. Me encontré con Diego Maradona en la puerta del caminito, ignoré a cientos de hombres que me prometían manjares dionisíacos a precios accesibles y esquivé patadas de bailarines de tango. ¿Así que esto es ser turista en Buenos Aires?
A pesar de todo yo estaba encantada, debo admitir. Los colores y la música que me rodeaban mientras comía me tenían en una especie de sopor. La amabilidad forzada de los mozos y el menú típicamente típico-de-esta-zona-de-América-del-sur lograron que al finalizar la hora del almuerzo mi nivel de satisfacción fuera alto. Me imaginé que así debían sentirse los miles de turistas que pasan por acá durante el año.
¿Pero a qué había venido yo a la Boca? Es verdad, a ver una exposición de arte. Más valía que hiciera la tarea.
Nos acercamos con mis compañeras a la dirección que indicaban nuestros cuadernos. No sin cierta desconfianza, tocamos el timbre de una casita bastante golpeada por los años. Se asomo una chica y nos pregunto si veníamos a ver la exposición de Celia. Sí, dije yo que en realidad no tenía idea qué venía a ver ni quién era esa tal Celia. Pasen, pasen.
De pronto era como si me hubiera despertado de un transe. En el Conventillo Verde nada era artificial ni actuado. Si bien estábamos a diez metros de donde habíamos almorzado, parecía que estuviéramos en otro planeta y hasta me molestaba el sonido del tango colándose por las ventanas. Adentro del conventillo la música no tenía que ser “autóctona” porque la tradición porteña emanaba de las paredes y las chapas.
Me dedique a mirar las obras. La mitad de ellas tenía como tema los sueños mientras que la otra mitad referían a un viaje por el norte de nuestro país. Cada cuadro de la primera mitad representaba un sueño de la artista. Títulos como “La isla de la utopía” o “El rostro del tiempo” se mezclaban con otros como “Pescadoras” y “Regreso al hogar”, tal como mis propios sueños combinan lo irreal con lo casi palpable.
Lo primero que llamo mi atención fue una contradicción. Las pinturas oníricas contaban con colores fuertes y trazos seguros, figuras delineadas e imágenes, si bien surrealistas, reflejadas con gran claridad mientras que las que hacían referencia al viaje al norte presentaban colores tenues, aguados y figuras poco definidas. Esto chocaba con mi sentido común que relacionaba los sueños con lo difuso e insondable.
Recordé entonces un cuento de Cortazar, La noche boca arriba, en el cual no se sabe si el protagonista sueña o esta siendo soñado. No son pocas las veces que este autor hace referencia a lo difuso entre el sueño y la vigilia y hace 23 siglos, Chuang Tzu escribió un cuento acerca de lo mismo:

Hace muchas noches fui una mariposa que revoloteaba contenta de su suerte. Después me desperté, y era Chuang Tzu. Pero ¿soy en verdad el filósofo Chuang Tzu que recuerda haber soñado que fue mariposa o soy una mariposa que sueña ahora que es el filósofo Chuang Tzu?

Fue entonces cuando pensé, tal vez ella también, enfrentada a la belleza que existe en el norte de nuestro país, había perdido noción del límite que separa sueño y realidad. Tal vez en algún momento ella también se había creído una de las “Pescadoras” o “El rostro del tiempo”, soñando con un paraíso terrenal entorno a una quebrada.
Ya era hora de despedirnos del Conventillo Verde y lo hicimos no sin un dejo de tristeza. Hora de atravesar las callecitas de la Boca y volver a casa. Las miré por última vez con la certeza de que cualquier sueño era más real que la pantomima que se presentaba ahora ante mis ojos. Hubiera querido gritarles, preguntarles si no les daba un poco de vergüenza. Pero decidí subirme al colectivo. Apoyé la cabeza en la ventanilla y me dejé arrullar por la calle adoquinada.

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